domingo, 19 de febrero de 2017

MI GENERAL LONARDI

MI GENERAL LONARDI


Con su ejemplar valentía a la hora del combate y después de horas de incertidumbre, Lonardi, secundado por un grupo de valientes, consiguió hacerse fuerte no solamente en el aspecto militar, sino también en el psicológico












Han pasado sesenta años desde que escuché su nombre por primera vez. Ni siquiera había reparado en que en el curso inferior al mío -yo estaba en tercer año del bachillerato del Champagnat- había un alumno que se llamaba Andrés Lonardi, hijo menor de “un militar”, del cual no teníamos mayores referencias. Apenas que vivía en un viejo departamento de la calle Juncal, casi Talcahuano, a la vuelta de mi casa.

Pero en aquellos lejanos días de Septiembre de 1955, la radio informaba que se había producido un levantamiento militar en Córdoba, encabezado por un tal general Leonardi (sic), que había fracasado, quedando sólo las operaciones de “limpieza” para liquidar la tentativa. No muchas horas duró la engañifa, cuando nos enteramos que la limpieza duraba bastante más de lo anunciado. Era el final del peronismo, que, infiltrado por la masonería, había cometido la locura de enfrentar y perseguir a la Iglesia en un país todavía mayoritariamente católico. Y con católicos capaces de jugarse y de ganar la calle. Sin esa decidida resistencia, los opositores liberales -los futuros “gorilas”- seguirían tomando café y hablando de cómo voltear a Perón.
Cansado de la cháchara inconducente y de las vacilaciones, Lonardi, ya con su salud quebrantada, se fue a Córdoba en un ómnibus de mala muerte con su extraordinaria mujer, Doña “Mecha” Villada Achával, para sublevar a la Escuela de Artillería (*).
Con su ejemplar valentía a la hora del combate y después de horas de incertidumbre, Lonardi, secundado por un grupo de valientes, consiguió hacerse fuerte no solamente en el aspecto militar, sino también en el psicológico: muchos generales “leales” estaban dispuestos a reprimir la rebelión, pero como habían sido ex alumnos suyos que le tenían respeto y admiración -¿quién no?- prefirieron declinar las armas.
El 23 de septiembre, Lonardi volvió triunfante desde Córdoba para asumir como Presidente Provisional de la Nación, con un estupendo mensaje de pacificación, invocando a la unión nacional (**).
Menos de dos meses después, el 13 de noviembre, Lonardi cayó por la intriga y la traición de los jacobinos, herederos intelectuales de sujetos sanguinarios como Mariano Moreno, Florencio Varela y Salvador María del Carril. Y entonces quedó en claro que esos miserables, cegados por el odio, más que tumbar a Perón -había que hacerlo, sin dudas- lo que querían era perseguir al pueblo peronista, que con buena fe había seguido a su “líder” durante bastantes años. Esa ceguera fue la causa de la gran fractura del cuerpo social argentino y el caldo de cultivo de la subversión marxista leninista que emprendió el camino de la guerra revolucionaria (***).
Sirvan estas pocas líneas de emocionado homenaje a Eduardo Lonardi, el general de mi juventud. Que Dios lo tenga en la gloria.
Notas del francotirador
(*) La historia militar de la “Revolución Libertadora” está muy bien escrita por Isidoro Ruiz Moreno. La lectura del gran libro de Julio Rubé, “El general Eduardo Lonardi y la Revolución Libertadora. El derrocamiento del peronismo y el Plan de Pacificación Nacional”, es también indispensable.
(**) Una anécdota personal: ese día fui a la Plaza de Mayo con mi padre, y con mi tío Arturo Padilla, los hermanos Vicente y Nicolás Gallo y “El viejo” Terán. Después de la jura de Lonardi, nos encaminamos a festejar al Bar Bidou, punto de encuentro de muchos abogados porteños. (Allí tomé mi primer Gin Fizz, invitado por Arturo; después seguirían otros, naturalmente). Al volver a nuestra casa, presenciamos un incidente en Santa Fe y Montevideo: un grupito de “señoras y señores gordos del Barrio Norte”, desencajados, increpaba a un señor mayor que llevaba una pancarta que decía “Ni vencedores ni vencidos”, gritándole “¡Esto no puede ser! ¡Hay vencedores y hay vencidos¡”. Como para no olvidarlo…
(***) Una vez depuesto Perón, no había que “irritar a la fiera” y pasado no mucho tiempo, amnistiarlo de sus delitos y permitirle regresar al país. Pero hacía falta caridad, prudencia y magnanimidad, virtudes desconocidas para los “gorilas”. Y también permitir que sus adeptos participasen de la vida cívica, por supuesto. Eso intentaron Frondizi y Onganía y así les fue, desgraciadamente.